A)
En 1943 el general Groves, encargado de supervisar desde septiembre de 1942 las
investigaciones del Proyecto Manhattan, empezó a asignar a [Enrico] Fermi los problemas de desarrollo de tecnología nuclear en los que se encallaban otros investigadores. De hecho, ya bajo la batuta de Robert Oppenheimer (1904-1967) y trasladado a Los Álamos, Fermi fue nombrado director asociado del Proyecto Manhattan, encargado de la llamada “División F”, siguiendo la inicial de su apellido. Su responsabilidad era resolver todas aquellas cuestiones en las que se atascaban los miembros de otras divisiones, aprovechando su sagacidad y capacidad de visión general de los problemas.
El Proyecto Manhattan, como es bien sabido, culminó con las dos bombas nucleares que
cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki —el 6 y el 9 de agosto de 1945, respectivamente— con más de
cien mil víctimas directas, más miles de heridos que murieron con posterioridad en las dos mayores
masacres instantáneas de la historia de la humanidad. Finalizada la guerra en Europa con la entrada de las tropas rusas en Berlín y, tras el suicidio de Hitler, la rendición alemana el 8 de mayo de 1945, la Segunda Guerra Mundial acabó como los militares se habían propuesto: ensayando los dos tipos de
bomba (bomba de pistola de Uranio 235 y bomba de plutonio) desarrollados por el Proyecto Manhattan.
La rendición de Japón llegó casi de inmediato. La tecnología nuclear había mostrado su lado más
terrible: el desarrollo de armas de destrucción masiva. Los científicos vivieron aquel final de otra manera: muchos se cuestionarían la necesidad de la segunda explosión de Nagasaki, y algunos de ambas, cuando la contienda podría haber concluido de otra forma menos cruenta. Los militares y el Gobierno norteamericano, sin embargo, preferían un final rápido y contundente que no produjese más bajas propias. Los científicos que destacaron en el proyecto fueron condecorados por el general Groves con la medalla al mérito el 19 de marzo de 1946, en una ceremonia solemne celebrada en Chicago. Fermi estaba entre ellos aunque, como le sucedería al propio Einstein, tenía la conciencia removida, como demostró en sus alegatos posteriores a favor de los usos civiles de la energía nuclear.
(Antoni Hernández-Fernández, “El origen de la física moderna: el papel de Fermi”, en Encuentros Multidisciplinares, 2014)
B)
Hemos de tratar ahora el elemento ambiental que más suele influir en la vida de los hombres,
incluso en la vida pública de los políticos: de su hogar. Hay hombres virtualmente sin hogar, y en ellos la influencia del medio se reduce al ambiente social, que no es nunca, ni aun en las épocas más favorables de la Historia, austero; y por ello, estos hombres propenden a la frivolidad y a la falta de espíritu de sacrificio y de rectitud moral. Hay otros seres humanos que viven en un hogar hostil; en ellos esta influencia adquiere carácter reaccional y propenden a la misantropía, al escepticismo y a todas las formas sociales de resentimiento; para ellos, todas las mujeres son como la propia mujer, necia o casquivana; o todos los hombres como el marido, egoísta y brutal; la sociedad entera, pura ficción, como lo es la familia en que viven, hervidero de pasiones y no remanso de paz. Finalmente, hay otros hombres que llegan a su madurez en un hogar favorable, en el que se aprende a juzgar a los demás hombres a través de los únicos sentimientos veraces y también a través de los únicos sinsabores profundos: los que por no afectar a la vanidad, sino directamente al alma, noblemente la modelan. De esta última categoría fue el hogar del Conde-Duque, severo, recto y pródigo en las dos eficaces influencias –los hondos afectos y las desgracias entrañables– que tanto influyeron en su vida y que importa dar a conocer. (Gregorio Marañón, El CondeDuque de Olivares, 1936)
C)
En mi ciudad*, en los escaparates de las papelerías, solía quedarme mirando las cubiertas de unos
pocos libros que permanecían meses en el mismo lugar invariable, entre cuadernos, pisapapeles, álbumes de comunión, estuches de lápices de colores. En algunos de aquellos escaparates los colores de las portadas se habían ido amortiguando según pasaba el tiempo. En un solo puesto de la feria de Madrid** había tantos libros que uno podía estarse horas enteras mirando sin haberlos visto todos. No recuerdo si vi a algún escritor, aunque no creo que hubiera reconocido a ninguno. Los escritores a los que yo leía ―Julio Verne, Dumas, Gustavo Adolfo Bécquer— llevaban muertos mucho tiempo, de modo que tal vez no acababa de imaginarme que la literatura fuese un oficio que alguien pudiera ejercer en el tiempo presente. Yo a veces me imaginaba escritor, pero menos por vocación que por fantasía caprichosa, igual que me imaginaba astronauta o corresponsal de guerra o naufrago en una isla desierta. Como un niño solo en el edificio entero de una juguetería, me maree entre los libros, el calor y la gente, mirando precios, contando el poco dinero que llevaba, con mucha cautela, porque me habían advertido que Madrid era una ciudad llena de carteristas. Absurdamente me acabe comprando el Martín Fierro y una historia de la Mafia. Volvía tan tarde a la pensión que mis abuelos ya temían que me hubiera perdido, que me hubiera pasado algo en aquella ciudad que, en el fondo, nos daba tanto miedo.
http://www.educa2.madrid.org/web/educamadrid/principal/files/7682dc7b-a25e-4e36-a796-4ad61750bb4e/2%C2%BA%20bachillerato/PAU_junio%202011.pdf
https://laedaddeoro.wikispaces.com/file/view/Mu%C3%B1oz+Molina+En+la+feria+cdt+resuelto.pdf
D)
Aunque para fines del siglo XIX existía un cierto consenso sobre la necesidad de educar
mínimamente a las mujeres, será a partir de entonces cuando el tema cobre mayor entidad y se
produzca el acceso de estas a la enseñanza. Al iniciarse la centuria los argumentos que se basaban
en el bienestar de la familia eran los únicos mayoritariamente admitidos para justificar la
instrucción femenina. Se trataba de educar a las mujeres porque la naturaleza las llamaba a
compartir su vida con los hombres y tenían que saber atenderlos; porque estaba en sus manos la
dirección de sus hijos durante la infancia y debían estar preparadas para formarlos.
Consecuentemente, solo una «adecuada educación» que las preparara ante todo para ser mejores
esposas y madres era, a decir de sus defensores, la que les convenía y la única que las haría felices.
Una instrucción elemental, con ciertos contenidos culturales, se consideraba suficiente; solo una
minoría defendía la ampliación de aquella con vistas al ejercicio profesional.
Así concebida, la educación femenina cubría los requisitos del liberalismo; salvaba el
teórico principio de igualdad, respondía a las exigencias del progreso y preservaba las estructuras
sociofamiliares de cualquier peligro, al ser las exigencias de sexo y clase sus principios
orientadores.
Sin embargo, esta educación no tardaría mucho en mostrar sus insuficiencias y discriminaciones.
En los comienzos del siglo XX la influencia exterior, el desarrollo de los servicios,
la demanda de trabajo por parte de las chicas de clase media, la actitud de las interesadas y el efecto
mimético de las pioneras harían que se debatiera y difundiera un modelo de enseñanza femenina
acorde con el resto de los países occidentales.
R. Capel y C. Flecha, «La educación de las mujeres en el primer tercio del siglo XX».
E)
En España, donde la pereza es, más que un vicio, una religión, se comprenden difícilmente esas
monumentales obras de los químicos, naturalistas y médicos alemanes en las cuales solo el tiempo necesario para la ejecución de los dibujos y la consulta bibliográfica parecen deber contarse por lustros. Y, sin embargo, estos libros se han redactado en uno o dos años, pacíficamente, sin febriles apresuramientos. El secreto está en el método de trabajo, en aprovechar para la labor todo el tiempo hábil, en no entregarse al diario descanso sin haber consagrado dos o tres horas por lo menos a la tarea, en poner dique prudente a esa dispersión intelectual y a ese derroche de tiempo exigido por el trato social, en restañar, en fin, en lo posible, la cháchara ingeniosa del café o de la tertulia,
despilfarradora de fuerzas nerviosas (cuando no causa disgustos), y que nos aleja, con pueriles vanidades y fútiles preocupaciones, de la tarea principal.
Si nuestras ocupaciones no nos permiten consagrar al tema más que dos horas, no abandonaremos el trabajo a pretexto de que necesitaríamos cuatro o seis. Como dice juiciosamente Payot, «poco basta cada día si cada día logramos ese poco».
Lo malo de ciertas distracciones, demasiado dominantes, no consiste tanto en el tiempo que nos roban, cuanto en la flojera de la tensión creadora del espíritu y en la pérdida de esa especie de tonalidad que nuestras células nerviosas adquieren cuando las hemos adaptado a determinado asunto.
No pretendemos proscribir en absoluto las distracciones, pero las del investigador serán siempre ligeras y tales que no estorben en nada las nuevas asociaciones ideales. El paseo al aire libre, la contemplación de las obras artísticas o de las fotografías de escenas, de países y de monumentos, el encanto de la música y sobre todo la compañía de una persona que, penetrada de nuestra situación, evite cuidadosamente toda conversación grave y reflexiva, constituyen los mejores esparcimientos del hombre de laboratorio. Bajo este aspecto será bueno también seguir la regla de Buffon, cuyo abandono en la conversación (que chocaba a muchos admiradores de la nobleza y elevación de su estilo como escritor) lo justificaba diciendo: «Estos son mis momentos de descanso».
(Santiago Ramón y Cajal, Reglas y consejos sobre la investigación científica, 1897)
F)
La timidez es un rasgo de carácter. Se define por una marcada tendencia a rehuir los contactos sociales con desconocidos, evitar la iniciativa en el terreno social, permanecer silenciosos en las reuniones, sentir dificultad para mirar a los ojos, y un gran pudor en hablar de las propias emociones. El tímido no suele serlo dentro de casa o en ambientes familiares, y una vez pasada la dificultad de los primeros contactos su adaptación social puede ser buena. La timidez hace sufrir a mucha gente, pero no es un trastorno grave, ni una enfermedad como lo es la fobia social. El tímido suele adaptarse bien a partir de un periodo de inhibición inicial. ¿Qué es lo que teme una persona tímida? Las estadísticas nos proporcionan el siguiente ranking: los desconocidos (el 70%), las personas del sexo opuesto (64%), hablar delante de un público (63%), estar en un grupo grande (68%), ser de un estatutos que se supone inferior al de sus interlocutores o sentirse inferior a ellos de una forma u otra (56%).
Hay que ser cuidadoso al juzgar una posible timidez, porque en un mundo soez, ruidoso, agresivo y desvergonzado como el nuestro podemos acabar llamando timidez a la buena educación y el respeto por lo demás. La evolución del concepto de pudor nos demuestra que estamos tratando un tema sometido a grandes influencias sociales y culturales. Una parte importante de las características atribuidas a las personas tímidas -dulzura, pudor, recato, pasividad- han sido durante siglos atributos de la perfección femenina. Tradicionalmente se ha elogiado a la mujer tímida, lo que hace que en este momento la timidez sea sentida y resentida sobre todo por los hombres, que son los que con mayor frecuencia acuden a los especialistas en busca de ayuda, porque contraviene gravemente la imagen social de la masculinidad.
Estamos hablando de un tipo de ansiedad social que dificulta la vida de muchas personas y condena a la soledad y a vivir en retirada. Solo cuando alcanza unos grados de angustia insoportables e invalidantes entramos en el terreno patológico y hablamos de “fobia social”. (José Antonio Marina, ‘Anatomía del miedo. Un tratado sobre valentía’, 2006).
G)
Las letras, el alfabeto, la escala de las vocales, el niño, a la sombra de la madre, pájaro ligero por el árbol de la gramática. Salta, va, viene, se equivoca de rama, vuelve a saltar, dice la a, la e, ríe con la i, se asusta con la u, vive.
Por ahí empieza la historia, hijo, empieza la cultura, el mundo de los hombres, ese juego largo que hemos inventado para aplazar la muerte. Las letras, insectos simpáticos y tenaces, juegan contigo como hormigas difíciles. Estás empezando a pulsar las letras, las teclas de un piano que resuena en cinco o diez mil años de historia.
Cada letra tiene un eco de lenguajes pasados, de idiomas milenarios, que tú despiertas inocentemente, como cantando dentro de una catacumba. Eres el paleontólogo ingenuo de nuestro mundo de jeroglíficos. Somos tus antepasados remotos, esfinges egipcias, dioses griegos, estatuas etruscas, dialectos nubios. Me siento –ay– más del lado de la Antigüedad que del lado de tu vida reciente. Se me incorpora una cultura de siglos que contempla impávida, fósil, tu pajareo alegre por sobre las losas del pasado. Cada letra es una losa que pisas, cada palabra es una tumba. Estás jugando en el cementerio, como los niños de aquella película, porque las palabras son cadáveres, enterramientos, embalsamientos de cosas. Tú, que eres todavía del reino fresco de las cosas, te internas ahora, sin saberlo, en el reino sombrío de las palabras, de los signos.
Francisco Umbral, Mortal y rosa.
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